MAESTROS.
En los más recónditos senderos del pasado se perfila nítida la imagen de los maestros de primaria. Y si ponemos oídos atentos a la brisa de todos los tiempos percibiremos, más claro aún, el murmullo distante de su palabra y su enseñanza. Ellos, los que descubrieron en nosotros las sensibilidades que habíamos de oponer al destino que nos esperaba, desconocido y desafiante, más allá de la infancia. Los que moldearon nuestro carácter, a veces tan arisco, exuberante o introvertido. Ellos los que domeñaron los trazos rebeldes con los que íbamos a comunicarnos con la madre, la novia, los amigos y la vida. Esa misma persona, hombre o mujer, que descubrió para nosotros los números, los colores y los poemas de Gabriela. La que abrió ventanas a nuestra imaginación y nos dijo que la Tierra era una nave suspendida en el Universo y que la Luna era la antesala de un espacio inconmensurable y maravilloso. Esa persona que nos contó un país situado en el fin del mundo al que debíamos querer, cuidar y defender. La misma que nos habló de la raza mapuche, sus líderes y sus hazañas. Y de los españoles y la muy dura misión de descubrir, conquistar, someter y pacificar. De los Padres de la Patria y su compromiso irrenunciable con la libertad y el proyecto republicano que perdura y se perfecciona. Ellos, los maestros que dibujaron con trazos magistrales ríos, volcanes, lagos y ventisqueros; el desierto, el mar y la gran ciudad. Los que abrieron para nosotros los viejos arcones de la música y nos regalaron la primera canción, permanecen en nosotros. Infaltables en Marzo y renovados en cada Primavera, fieles al relevo ancestral del que enseña, veo a doña Rosita Moreno y el señor Reyes, mis maestros de las primeras letras. A doña Consuelo Pinto de Steude, la profesora de Castellano del Liceo Nacional, quien endilgaba nuestra incipiente ortografía con aquellas interminables páginas de palabras difíciles. Y a doña Hilda González de Espejo, la orientadora literaria de los bellos años del desmembrado Liceo de Hombres de San Antonio. Del mismo modo que un niño cantando en la colina es un recuerdo imborrable para el maestro rural, guardo la imagen de los educadores de mi niñez y adolescencia. Como para tí pueden serlo doña Adelina Riquelme, doña Rosita Parra, doña Guillermina Soto, Emita Jiménez, Eliana Silva y otras no menos generosas y esforzadas profesoras que el tiempo ha ido relegando a los territorios de una leyenda que no muere. Y desde don José Luis Norris, don Floridor Allende y don Gustavo Loyola, para acá, una legión de varones de ennoblecido recuerdo, dignos de una galería de afectos y de cariño que permanece y se prolonga. Y en el relevo de un siglo que comienza un ejemplo de entrega y de creatividad para los maestros que accionarán el recuerdo agradecido de las generaciones de un mundo maravilloso en ciencia y tecnología, pero, necesitado de espíritu, de afectos y manos fraternas; de hombres de mirada clara y de palabras buenas. De utopías y de estructuras más humanas y solidarias. De personas inflamadas de valores y de principios. De los ilustrados ciudadanos cuya semilla intelectual emerge desde las salas del tiempo primero. Nuestro homenaje de hoy es para ellos, los maestros del tiempo presente, y en sus personas para todos quienes, hombres y mujeres , trabajan tras cada campanada, con paciencia infinita, la arcilla que luego será trigo o diamante. O la argamasa pronta a devenir en arquitecto o jornalero de su propio destino.
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